Algunas personas nacen con dones maravillosos. Después, a veces, el ambiente en el que esa persona crece coopera para que ese don se exprese y desarrolle. Y en una tercera etapa, el agraciado portador de ese don puede, o no, poner su cuota de esfuerzo para llevarlo a límites superlativos.
Juan Román Riquelme es uno de esas personas tocadas por una varita al nacer. Él, igual que las demás personas que comparten su suerte, no hizo mérito alguno ni en recibir el don que recibió ni en que el ambiente le permitiera que se manifieste. Y por esa razón, todo don conlleva aparejada una responsabilidad: la de, en esa tercera etapa, poner lo mejor de uno para honrar el regalo recibido.
Martín Palermo es como vos, como yo. No tuvo la suerte de Román. Todo en sus logros es fruto de un esfuerzo obstinado, persistente, conmovedor. Es «patadura». Y lo que es mejor de todo, él lo sabe. Siempre lo supo. Podría haber tirado la toalla. Podría haberse enojado con la vida, compartiendo el campo de juego con talentosos de la talla de Román pensando: «¿Por qué algunos reciben tanto y otros no?». Pero no hizo nada de todo eso. Puso lo mejor de sí para hacer honor a su regalo, aún cuando fuera más modesto.
Pero este no es un post sobre fútbol. O no solamente… Este es un post sobre nuestra relación con nuestros propios talentos, la responsabilidad que implican y la importancia de honrarlos. Sobre la trascendencia de ser una buena persona. Sobre la vergüenza de quedar expuesto como un mezquino.