La idea de que “hay que ver algo antes de creerlo” tiene orígenes bíblicos. Según el Nuevo Testamento, uno de los apóstoles, Santo Tomás, se rehusó a creer que Cristo hubiera resucitado hasta no ser capaz de observarlo con sus propios ojos. Cuando finalmente se encontraron cara a cara, continúa el texto, Tomás constató que era cierto pero Jesús le reprochó su incredulidad inicial.
Esta máxima de “ver para creer” expresa dos pilares de la experiencia humana del mundo. Por un lado, que fuera del ámbito específico de la fe religiosa, resulta fundamental buscar evidencias materiales como base para formar nuestras convicciones. Por otro, que la vista nos ha resultado siempre el más confiable de nuestros sentidos, el preferido a la hora de separar lo verdadero de lo falso.