17-06-2018
No hace falta remontarse demasiado tiempo atrás para descubrir que en el pasado ser padre era algo muy distinto a lo que es hoy. Hacia fines de la década del 20, el manual de crianza más popular escrito por el psicólogo cognitivista John B. Watson, recomendaba criar a los hijos evitando en lo posible toda muestra de afecto. Si se lastimaban, tratar asépticamente la herida pero no calmarlos. Si tenían un logro importante, un golpecito de reconocimiento en la cabeza. En ningún caso abrazarlos, besarlos o levantarlos a upa. Detrás de estas prácticas, que hoy suenan francamente descabelladas, estaba la convicción de que el mundo es un lugar hostil, y que todas las muestras de cariño generaban debilidad que los dejaba peor preparados para la vida.
El segundo aspecto que era muy distinto es que los hijos eran, especialmente en los ámbitos rurales o de oficios, vistos como fuerza de trabajo para la familia, y en la motivación de tenerlos pesaba fuerte también el valor económico que generaban para la familia. La Declaración de los Derechos de los Niños, escrita también en aquella década del 20, no fue ampliamente adoptada hasta 1959. Priorizar su educación y su desarrollo futuro fue un avance extraordinario que invirtió la ecuación: los hijos ya no trabajan para los padres sino que nosotros trabajamos para ellos. Destinamos gran parte de nuestro tiempo y dinero a promover su bienestar. No basta con la educación formal: a la salida de la escuela hay que llevarlos a fútbol, a teatro, danza o karate. Padres ocupados de hijos ocupadísimos.
Este nuevo escenario mucho más humano acarrea, no obstante, un precio para quienes nos toca ser padres en esta época de “hijocentrismo”. Un estudio realizado por la Universidad de California Los Angeles (UCLA) muestra que, si bien el peso de la crianza sigue recayendo de manera desproporcionada en las madres, los padres nunca dedicamos tanto tiempo a los hijos como ahora. En una encuesta que realicé más de 1000 personas para mi columna de radio, 86% sentimos que nos ocupamos de nuestros hijos igual o más que el cuidado que recibimos de niños.
Ese lugar de mayor cercanía y dedicación implica también renunciar al lugar de autoridad solemne que los padres de antaño ocupaban, severidad o cinturón mediante. Solo 5% de quienes respondieron la encuesta ocupa un lugar de mayor autoridad, mientras que casi 40% se siente en una posición más débil que su propio padre. Esto conduce a una mayor dificultad para poner y sostener límites, lo que alimenta en los chicos la percepción de ocupar el centro de la escena y que los padres giramos alrededor de ellos.
Finalmente, las publicidades y las redes presentan siempre modelos de familia ideales, donde no existen conflictos y todos son felices en todo momento, casi sin esfuerzo. Nada más alejado de la realidad que experimentamos todos puertas adentro, donde peleamos constantemente para ser felices es un desafío que solo conseguimos de ratos y a costa de un esfuerzo considerable por balancear las múltiples prioridades y exigencias que la vida nos plantea. Aparte de buenos padres debemos alcanzar el éxito profesional, tener tiempo para la actividad física y el cuidado de nuestra salud, mantener espacios para la intimidad y la relación de pareja y, en una de esas, de vez en cuando, tener un rato libre a solas para hacer lo que nos plazca.
Por eso, vaya un saludo y un reconocimiento a los papás del siglo XXI, los que, junto a las madres de hoy, convivimos día a día con esta paternidad tan desafiante que define a nuestra época.
Esta nota fue publicada en mi columna en la Revista La Nación el domingo 17 de junio de 2018
Feliz dia!