09-12-2016
Se acaba 2016 y sin duda este año será recordado por dos hechos políticos de enorme trascendencia, casi idénticos entre sí. Por un lado, el Brexit: la decisión de los ciudadanos británicos de dejar la Unión Europea tras un plebiscito que tuvo lugar en junio. Por otro, el mes pasado, la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos de América.
Ambos procesos presentan similitudes asombrosas: en primer lugar, el resultado de las elecciones tomó completamente por sorpresa a casi todo el mundo, incluyendo a la prensa, los encuestadores y la opinión pública. En segundo, la decisión popular dejó una sensación de shock e inusitada desazón entre los perdedores, un pequeño fin del mundo. Finalmente, también resulta común a los dos fenómenos la base electoral que llevó al triunfo al ganador: tanto el Brexit como Trump tuvieron mucho más apoyo entre las personas de edad avanzada que entre los jóvenes, y entre las personas de áreas rurales o localidades pequeñas que en las grandes ciudades.
Vivimos en un mundo cada vez más acelerado. Un mundo que coloca a la gente ante un desafío de adaptación más y más grande. La resistencia al cambio no es un defecto: es una característica central del ser humano. Por eso, mi interpretación del resultado de ambos hechos políticos es que, en buena medida, son el resultado de que muchas personas, especialmente aquellas de mayor edad y de regiones más apartadas, le tienen miedo al futuro.
El pedido implícito de los votantes pareciera ser: «¡Por favor, devuélvannos el siglo XX!». Ya sea saliendo de la Unión Europea o eligiendo a un dinosaurio como presidente, la gente parece demandar que vuelva el terreno conocido, la previsibilidad, la lentitud. Se elige entonces a Donald Trump, cuyas ideas culturales, sociales y económicas atrasan 50 años. Él cree que el problema de los Estados Unidos es que se están yendo los trabajos al tercer mundo y no se da cuenta de que, cada vez más, están yendo a máquinas y robots, no a China o a India.
Lamentablemente el siglo XX tuvo también los mayores genocidios de la historia. Y la intolerancia racial, religiosa y de género se cuela en el paquete restaurador del dinosaurio. ¿Volveremos a construir muros para que los de afuera no puedan entrar? ¿A empujar a personas a encerrarse en el closet por sus preferencias sexuales? ¿A legitimar la discriminación por raza, color de piel o credo religioso?
Pero tengo una buena noticia: si la meta de Trump, como el mandato implícito de los votantes parece indicar, es volver al siglo XX, que las cosas vuelvan a ser como eran, su cruzada está condenada a fracasar. Porque nadie, ni el presidente del país más poderoso del planeta, puede volver el tiempo atrás. Ojalá Trump se dé cuenta de esto y nos sorprenda a todos con su presidencia.
El desafío de los Estados Unidos, el Reino Unido y el resto del mundo es desarrollar líderes con entendimiento del presente, visión prospectiva e ideas de esta época. Líderes que, en vez de pelear contra las tendencias actuales, se monten sobre ellas y utilicen la tecnología para construir un futuro nuevo, deseable e inclusivo. Líderes que en vez proponer Make America Great Again (Hacer a Ámérica grandiosa de nuevo), de nuevo como en el siglo XX, abracen el desafío de construir el American (British, etc.) way of life del siglo XXI. En definitiva, líderes que logren entusiasmarnos con lo que viene y ayudarnos a perder el miedo al futuro en vez de hacernos añorar volver el tiempo atrás.